Cine: libertad y poder


Memoria del VII Festival de Cine y video de Santa Fe de Antioquia.

Diciembre es época de emociones intensas: la alegría, la melancolía y los recuerdos afloran en sus días. Y para aquellos que encuentran en el cine un refugio, es el mes esperado, casi una misa.
Nada reemplaza el placer de sentarse a ver una película en la mitad de una plaza con olor a frutos secos, bajo el cielo estrellado y con la certeza de que la máquina de hacer sueños de las novelas de García Márquez, está ahí detrás, proyectando, en esta oportunidad, algunas reflexiones sobre El Poder.

La séptima edición del Festival de Cine de Santa Fe de Antioquia tituló su muestra ‘Cine y Poder’, y en ella se proyectaron cerca de 30 producciones sobre los usos, abusos y variaciones del poder en la historia humana. La complejidad de esta temática, declarada por Víctor Gaviria, director del Festival, como “un reto, tanto por la elección del material a proyectar, como por la urgencia de congregar la variedad de esferas que plantea”, se resolvió a partir de dos directores: el español Constantino Costa Gavras y el italiano Pier Paolo Pasolini. Además se proyectaron trabajos contemporáneos, retratos de la soledad urbana.

Santa Fe de Antioquia: historias por todas partes

La magia del Festival de Cine trasciende la experiencia audiovisual. Las proyecciones se mezclan con la cotidianidad de un pueblo en el que cada rincón habla, calles en las que la época colonial quedó petrificada, comadronas sentadas en mecedoras afuera de los establecimientos que bordean los parques, hablando con una voz más dulce que los nísperos que venden: imágenes recurrentes y encantadoras.

No es coincidencia que el Festival se realice aquí y no en otro lugar, y tampoco lo es que cada año crezca el número de cinéfagos que vienen de diferentes partes del mundo a observar las muestras. Sin embargo, con los años han llegado dichas para unos y dolores para otros: mientras el turismo crece, algunas personas se quejan del encanto que este aspecto le roba al Festival.

Olga Ospina, docente y habitante de Santa Fe de Antioquia, por ejemplo, declara que espera cada año el certamen por ser una buena oportunidad para sus ingresos. Desde la primera versión del evento, dispuso su casa como hotel para los visitantes, “es la época más concurrida del año. Toda la gente solicita hospedaje, en mi caso  tengo clientes que desde hace siete años siguen teniendo preferencia por mi hogar”.

Una casa con tres entradas, y un jardín lleno de totumos, flores, carretas viejas y mariposas, son parte del encanto que hace que vuelvan a visitarla. Su amabilidad es protagonista en su hogar, situado tres cuadras más arriba de la Iglesia Central.

Las mañanas santafereñas se parecen a las pinturas de Enrique Grau. El comercio de estropajo, arequipes y nísperos, se mezcla con el ritmo de salsa suave, que es un aviso de que ya todo está preparado para recibir la noche: otro momento, un poco más bohemio, que enmarca los lugares donde se presentan las películas pero que también ha propiciado una competencia con la programación del Festival, ya que algunos bares no bajan al volumen de la música, y por ello  muchas veces, la gente se va de s funciones.

Al respecto, el actor Robinson Díaz se hizo sentir, en medio del Encuentro con los Actores que anualmente programa la Corporación: “tengo la urgencia de registrar en mi trabajo con el cine, lo que queda de El Parque de La Chinca, antes de que lo comiencen a tumbarlo para quedar convertido en otra discoteca”. Aunque se espera que no sea una premonición, en esta ocasión fue evidente el contrapeso que licoreras y bares a los espacios de proyección del Festival.

Pero ante esto, se admite que la misma variedad que el cine plantea, constituye el desenlace de actividades para todos los gustos. Así como algunos aprovechan para ver cine desde que se levantan, es evidente que con los años van llegando otros espectadores que sólo han encontrado en este espacio la disculpa para la fiesta.

El poder de decisión

“Cuando se abre la programación, uno se ve en la obligación de decidir. A veces hasta duele hacerlo, porque las producciones son tan buenas todas que uno quisiera tener el don de la omnipresencia ”, dice Juan Gabriel Flórez, estudiante de Ingeniería Mecánica de la UdeA, que desde hace tres años asiste al Festival. Mientras se queja de que vayan a presentar a la misma hora El gran dictador de Charles Chaplin y El odio de Matthiew Kassovitz, prende un cigarrillo y concluye: “pero es lo sabroso del cuento: diferentes miradas, un mismo tema. Lo ponen a uno en la tarea de elegir si quiere reírse de Hitler o si prefiere conocer el conflicto interno de un judío”.

A esta decisión, no tan dura para otros, se le suma la muestra de Caja de Pandora, que presentó cortometrajes sobre las peleas galleras, el abandono, los enamorados de lo ajeno, el enojo y la injusticia.

Tres hombres, en blanco y negro de 35 milímetros, deambulan por las calles: un judío, un punkero y un afrodescendiente. Llegan a una oficina, instalada en la azotea de un edificio para manejar todo el bajo mundo de una París diferente a la imagen mostrada en la pantalla decorativa. Persecución, guerra, policía para el desaloje… negocios, la muerte de un amigo, al ritmo del breakdance de los jóvenes callejeros, que tratan de re-crear su lugar en medio de una ciudad en la que no tienen espacio. El dolor que los hace quebrar espejos y la no satisfacción: es la resistencia ante lo que pretende imponerse sobre el yo de cada quien.

El Odio de Kasovitz fue una de las experiencias sensoriales memorables de esta versión del Festival, la muestra descarnada del poder que tienen los sentimientos sobre las acciones. Nadie había plasmado así a París en la pantalla grande.

Las influencias religiosas en el mundo contemporáneo fue otro tema expuesto, en este caso desde el director israelí Hany Abu-Assad, que narra la historia de dos hombres bomba en un ataque en la  frontera de Jerusalén. Sus últimas horas carecen de tristeza, pronto alcanzarán el paraíso. Es una película sin final.

“Cada uno ve lo que quiere ver, y en medio del calor se disfruta. La reflexión sobre el poder ha sido inmensa, aquí todos hemos sido víctimas y victimarios”, comenta Juan Gabriel, para concluir que la cámara es el testigo que no calla, otra herramienta de poder.

El poder de la narración

El registro de la realidad se expuso con la obra Las Hermanas de la Magdalena, del director Peter Mullan, quien ilustra la represión y resistencia que se daba en el refugio de las Hermanas de la Misericordia, en Irlanda, en 1960. Así mismo se abordaron temas relacionados con el poder del periodismo, a través de Ana Monroy, directora de la producción Mujeres No Contadas, y de Cortina de Humo, de Barry Levinson.

En la pantalla se vio también John Reed, en México Insurgente, una de las películas más representativas del campesinado mexicano y su revolución.

De las muestras del poder quedan los recuerdos. La 10, la calle más concurrida del pueblo, con banda sonora de Ray Barreto y Giovanni Hidalgo; la risa burlona de Rodrigo Triana y su combo de colegas, el baile discontinuo de las parejas y un parque que da paso a otra calle menos atestada de gente, y en la siguiente cuadra, a la luz de las estrellas, a los hombres que desmontan pacientemente el arsenal de una pantalla, que en horas anteriores, tuvo vida propia. Luego, el sonido del río Tonusco...

Otras imágenes del festival surgen entre velitas del 7 de diciembre, en un atardecer claro y con un grupo de niños ayudando a hacer el pesebre en la Plazuela de Jesús Nazareno, mientras el loco del barrio revuelve la natilla en una paila.

Son retazos de memoria que siempre te acompañan. Y al lado, el poder del cine independiente como elemento catártico y expresión de sensaciones inéditas que cada año nos hacen volver al Festival.

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