El balcón de la casa I

Jericó, Antioquia. 24.03.2019.

Revisitado: 24.03.2021

I. 

La primera casa en la que viví estaba a la entrada de Campamento, Antioquia. La recuerdo pequeña, con el piso en grabados y de colores, con una entrada normal y cortinas feas, no sé quién las mandó a hacer, si mi papá o mi mamá, pero eran exageradas: en tonos verdes y con unas figuras alargadas. 

Al lado de la puerta, a mano derecha, estaba la primera habitación; y a mano izquierda, la sala, en la que yo guardaba mi triciclo, una sillita de mimbre y en la que siempre se veían regados por el piso juguetes y partes de muñecas. Allí estaban también el televisor y algunas plantas de mi madre. Al lado, estaba mi habitación, y frente a mi habitación, la de mi hermana. Pero no me interesaban mucho esos lugares de la casa, porque mi favorito estaba más atrás, al otro lado, justo junto a la cocina, allí, en el balcón trasero, sucedía toda la magia que le faltaba al resto de la casa. 

El balcón del patio estaba ubicado al otro lado de la puerta de entrada. Lo adornábamos con orquídeas sembradas en ollas viejas, en una época en la que no se echaba de menos lo vintage, sino que pasaría a ser otro tipo de obsesión y melancolía: los 80's. 

Los límites que le ponía al balcón, según mis recuerdos de infancia, se basaban en lo que este me permitía ver. Al sur, limitaba con el solar, lleno de naranjas y flores, entonces pensaba en poner una cuerda para bajar y subir sin tener que darle la vuelta a la manzana para llegar, sobre todo para evadir los espantos que había visto en el sótano de una vecina. A la derecha, limitaba con la montaña que queda al lado del Plan de las Flores, un barrio del pueblo del que se divisaba el Hospital y toda la geografía quebrada del norte de Antioquia. A la izquierda, el límite era más difuso: se veían las montañas y un hilito del río Nechí. Al norte estaba el cielo, que parecía infinito hacia el frente, donde había una montaña que me llamaba y a la que nunca fui. 

Mi papá solía llevarme a caminar por los campos, pero nunca insinuó ir a la montaña que estaba frente al balcón. De hecho, con la distancia temporal que tengo ahora ante esta narración, debo confesar que no sabría determinar qué tan cerca o lejos estaba de casa; la recuerdo especialmente porque sobre ella pasaban cosas que me hacían adorar el balcón y que marcaron mi miradera al cielo. 

Allí veía las puestas de luna y sol, las nubes y aquello que esperaba día a día: las estrellas. Recuerdo que el cielo en esa época era más azul y pululado -es posible que mi mente aproveche la distancia espacio temporal para ficcionar- Incluso, cuando había neblina, las estrellas se las arreglaban para brillar hasta que yo las viera, y cerraba mis ojos hasta que se pusieran chinos para ver sus destellos mas largos y anchos. Creía que había algún tipo de conexión entre ellas y yo, como si me buscaran, pensaba que si salían todas las noches, era porque teníamos un pacto tácito para vernos. Mi padre no sabía que yo jugaba con las estrellas, achinando mis ojos, entonces me preguntaba si me estaban doliendo o si la luz me estorbaba. 

Casi todo se lo decía a mi padre, pero ese detalle prefería guardarlo solo para mí, porque las estrellas y yo teníamos cierta complicidad que no sabía cómo llamar, es que apenas tenía cinco años. 

Una vez vi varias estrellas caer sobre la montaña y desde ese momento traté de organizar las coordenadas para ir a buscar el lugar con alguna de mis amigas: tenía que ver a dónde habían parado las estrellas, qué eran de ellas, por qué se habían caído. Tenía que intentarlo de día, para que mi mamá me dejara ir sola al solar y pensara que estaba allí jugando con Mónica o Jazmín, mis amigas. 

Creía que iba a encontrar una mole resplandeciente de un material parecido a las bombillas de la casa, o quizá muchos fragmentos de ella. De noche, en mi cama, rodeada de todos los muñecos y peluches de los que me rodeaba para que no me fueran a agarrar los espantos, planeaba la expedición para ver la estrella en Tierra. Lo más importante era correr muy rápido por la tarde, desde el solar hasta la montaña, antes de que mi mamá alcanzara a verme desde el balcón. 

Le conté a Mónica, mi amiga, que quería ir a la montaña. No le dije para qué, pero decidió acompañarme. Ese mismo día, bajamos al solar y calculamos la distancia de la zona en que se ubicaban los jardines de las casas: parecía tan lejos... nos daba mucho miedo emprender el viaje, pero lo queríamos intentar.

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